sábado, 6 de noviembre de 2010

El último partido del Mundial

LOLA GARCÍA-AJOFRÍN, publicado en ESCUELA, 23 de septiembre de 2010. (Mención especial en la II Edición Nacional de Periodismo Solidario de la Fundación XUL).

En Johanesburgo (Sudáfrica), hace dos décadas, cuando el sistema imperante troceaba la dignididad, los derechos y las oportunidades de los seres humanos por gamas de colores, el áspero suelo de tierra gruesa y hojas secas arañaba las plantas desnudas de los pies de un niño de Primaria. 17 kilómetros separaban la escuela del hogar de Matome Mangena (Johanesburgo, 1975), su nombre africano y como le gusta que le llamen, aunque en su pasaporte hasta hoy sigue figurando como ‘Smith’, su apelativo oficial -durante el Apartheid, estaban prohibidos los nombres africanos en este pedazo de África-. Hijo de una limpiadora y del empleado de una gasolinera, en los tiempos en los que ser negro en Sudáfrica era ser invisible, Mangena vendía caramelos para pagar sus estudios. 

Veinte años después, le conocemos en el magestuoso estadio de fútbol de Johanesburgo, Soccer City, que alberga el primer Mundial de África y donde trabaja como voluntario de prensa de FIFA durante la competición. Poco queda de aquel muchacho que caminaba sin zapatos para procurar las escasas oportunidades que le ofrecía un sistema exclusivo para el logro de los blancos. Esbelto y robusto, hoy es un exitoso diseñador informático, que escribe poesía y pinta en sus ratos libres. 

Tampoco en nada se asemaja aquel camino de tierra a la via meticulosamente asfaltada que le conduce cada mañana desde su acomodada casa en Soweto –donde cada vez reside una mayor proporción de clase media- al radiante campo de fútbol de Soccer City, una mole multiculor y ovalada, recostruida para la ocasión hasta convertirse en el mayor estadio de África, con una capacidad de 94.700 espectadores. Muchos han criticado que el dinero derrochado en las instalaciones deportivas no se haya invertido en la construcción de escuelas, con un retraso en infraestructuras de 180.000 millones de rands –más de 20.000 millones de euros-, según cálculos del Gobierno sudafricano. Los informes aseguran que la Educación del país necesita algo más que recursos.

Sorprende que el país más rico de África sea el que peor puntúe en las evaluaciones educativas internacionales. Sudáfrica, es el único Estado de todo el continente que luce el verde oliva en el gráfico sobre PIB nominal del Fondo Monetario Internacional –lo que se traduce en 200-500 miles de millones de dólares-, el puesto 32 de la tabla del FMI, justo por detrás de Argentina y sólo dos por detrás de Dinamarca. Sin embargo, en las comparativas educativas internacionales no consigue desprenderse del título del útlimo de la lista.

En TIMMS, la evaluación que examina los logros en Matemáticas y Ciencias de los niños de octavo curso, Sudáfrica puntuó el último de 38 países, en 1999 y el último de 50, en 2003, incluso con la participación, en el exámen más reciente, de países vecinos, como Botswana o Ghana. Y más de lo mismo ocurrió en 2006 con PIRLS, sobre lectura, donde obtuvo la peor nota de 45 sistemas educativos; y con SACMEQ, una evaluación sobre competencias lectoras y matemáticas, que entre 2000 y 2002 se llevó a cabo entre 14 países de la África oriental y meridional y donde puntuó por debajo de la media.

La herencia del Apartheid


El retraso producido por las casi cuatro décadas que duró el Apartheid (1948-1992) no parece ser el único de los problemas. “La falta de oportunidades son un obstáculo pero nunca completamente determinantes”, expone Mangena, que reconoce, mientras sortea los asientos de las gradas que días después asistirán a la primera victoria de España en un Mundial de fútbol, que “no había utilizado un ordenador hasta que empezó a trabajar”; hoy maneja los programas informáticos “como la palma de su mano”. Se lo debe a la tenacidad, no al sistema educativo que condenó a los nativos del país a aprender un limitado y malintencianado currículo adaptado a “su naturaleza y requisitos”.Así lo señalaba el Artículo 47 de la Ley de Educación Bantú de 1953, que se ocupó de que blancos, negros, mulatos e indios tuvieran cada uno su propia enseñanza.

El artífice de esta reforma, el que fuera ministro de educación y primer ministro de Sudáfrica entre 1958 y 1966, Hendrik Verwoerd, decretó que la enseñanza de los negros debía adecuarse a su raza “para que no se crearan falsas expectativas”; y así, “a los negros los enseñaron a ser buenos criados”, expone sin reparo el informático, que recuerda que hasta el material de los libros de texto hacía honor a la calidad de sus contenidos –los de los blancos, de tapas duras y a color; los de los negros, indios y mulatos, de papel endemble y a blanco y negro-.

Más perjudicial era el interior de aquellos manuales, donde ni los ejemplos gramaticales eran inocentes: “Todos los bantúes que habían estado bebiendo cerveza empezaron a pelearse unos con otros”, podía leerse en un libro de Lengua de 1980. “Porque esta región está habitada por la más densa población blanca, encontramos una gran concentración de industria”, aprendían los chavales en clase de Geografía.

Lo narra William Finnegan, en el libro ‘Cruzar la Linea. Un año en la tierra del Apartheid’, el relato de un novato profesor californiano que llegó a Ciudad del Cabo en los ochenta “para ver con sus propios ojos lo que ocurría allí”. Lo que encontró fueron diferencias descomunales entre los servicios que se prestaban a unos y otros, de trato o incluso de salario entre los propios maestros. En aquella época, un profesor negro percibía la mita de honorario que su colega blanco; en el caso de los mulatos, era un 30%. Y el gobierno sudáfricano empleaba una suma doce veces superior para la eduación de los niños europeos que de los pequeños negros; y cinco veces mayor que de los mulatos.

En 1994, tras la elección presidencial de Nelson Mandela en las primeras votaciones mediante sufragio universal en Sudáfrica, las cosas cambiaron; y la nueva Constitución garantizó el “derecho de todos a una educación básica”. Dieciséis años después, “estamos democrática y políticamente liberados pero no económicamente”, reconoce Mangena, que subraya los desequilibrios económicos que persisten como legado. Hace referencia a la batalla diaria que conduce cada día su hermano, Michael Mangena, director de Primaria de una escuela de barrio humilde.

Este director puede presumir de haber sido el mejor de su clase, de su máster y de su tésis, estudiando bajo la luz de una vela. De él dice el diario local sudafricano ‘Orlando Urban News’, que “transformó la empañada imagen de una de las entonces destartaladas escuelas de Primaria de la vecindad Orlando-Este (Johanesburgo) en uno de los colegios de mejor rendimiento académico”, al contribuir, entre otras cosas, con una ayuda de 500 Rands mensuales de su bolsillo –unos 53 euros- para el almuerzo diario de 85 estudiantes. Contactamos con él. Nos habla de los que, por su experiencia, son los tres principales obstáculos que atraviesa el sistema educativo sudafricano de hoy: la distribución desigual de los recursos, herencia del Apartheid; el conflicto del idioma de enseñanza en un país con 11 lenguas oficiales; y la implantación de un Sistema Educativo basado en los resultados –OBE, por sus siglas en inglés-, “desordenado y fallido, que se derrumba”.

Del reparto desequitativo de recursos, vestigio de la segregación racial durante medio siglo, el director de Primaria recuerda que “las antiguas escuelas ‘Whites Only’ -sólo para blancos- todavían disfrutan de los mejores edificios, instalaciones deportivas y recursos humanos”, lo que se traduce en “mejores habilidades, conocimientos y recursos”, añade. “De ahí que los padres negros de clase media estén sacrificando importantes sumas de dinero para que sus hijos se matriculen en estos centros”; y el problema, antes racial, “se haya transformado en un asunto de clases sociales”. Los docentes, tampoco satisfechos, secundan estos días una serie de huelgas para exigir un aumento del salario del 8,3% -el gobierno no accede a elevarlo en más de un 7,6%-.





En la otra cara de la moneda de Sudáfrica, la blanca, encontramos a Grace Niemietz, una esteticién de Ciudad del Cabo. Vive aholgadamente de las habitaciones que alquila a los turistas en una suntuosa casa baja, delicadamente decorada en tonos blancos y pastel, con jardín y piscina. Un plasma de 47 pulgadas en el salón es su única ventana al otro mundo de su propio país, ese 91,8% de población no blanca que padeció de un modo u otro el azote del Apartheid. -En la actualidad, 4,6 millones de blancos residen en Sudáfrica, un 3,8% menos desde que acabese el régimen segregacionista-.

No es descendiente de colonos holandeses o inglesas, sino hija de inmigrantes portugueses, pero conoce bien las dos Sudáfricas, la de antes y después del Apartheid. Cuestiona la más reciente; la que ya no le beneficia y “ha encarecido los precios de las escuelas de calidad”, como a la que lleva a su hijo pequeño, un chaval con necesidades especiales. Se queja de que “hoy en el país todo sea más dificil para un blanco”. Desde la embajada sudafricana en España, Jacobo Brockhouse, matiza las palabras de la portuguesa: “no existe ningún tipo de discriminación positiva en la enseñanza en Sudáfrica por asunto de raza”, tan sólo ayudas con los materiales y becas para asistir a las personas de menos de recursos.

11 lenguas oficiales

Otro rasgo del país que aporta su granito de arena a las dificultades educativas es el entremado lingüístico. En Sudáfrica, con 11 lenguas reconocidas como oficiales [Afrikáans, Inglés, Ndebele, Sesotho, Sesotho sa leboa, Setsuana, Suazi, Tsonga, Venda, Xhosa y Zulú], el idioma de enseñanza siempre fue controvertido. El mayor conflicto se produjo en 1976, cuando 10.000 estudiantes negros tomaron las calles de Soweto para protestar por la imposición del lenguaje hablado por los colonos holandeses, Afrikáans, como idioma de enseñanza; y en la que se estima que unos 700 jóvenes perdieron la vida a manos de la policía.

Hoy la Constitución del país establece que las escuelas enseñen en la lengua materna de los niños si un número determinado de los padres así lo solicita pero “en la práctica muchas personas desconocen este derecho y los profesores sienten que la enseñanza en inglés ofrece a sus estudiantes mejores oportunidades en el futuro”, denuncia la ONG Save the children, en el reciente informe Lenguaje y educación: el eslabón perdido, donde recuerda que en la actualidad 221 millones de niños en el mundo no tienen acceso a la educación en su lengua materna; y presta especial atención al caso de Sudáfrica. “Esto implica que los niños cuya lengua materna no es el inglés, precisen de clases extra, el uso de diccionarios y talleres para profesores y alumnos”, expone Michael Mangena.

La nueva era

Pero para el director, posiblemente el principal problema al que se enfrenta la actual enseñanza sudafricana es un currículum definido por el sistema de Educación Basada en Resultados, que no termina de cuajar. Este sistema se introdujo en 1997 para contrarrestar las desigualdades latentes en los noventa, una vez desmontado el gobierno racista; y consiste básicamente en “predefinir las habilidades de los chavales a fin de prepararles para una posición predeterminada en el futuro; no es educación como tal, sino capacitación”. Lo explica el que fuera asesor educativo del gobierno británico de Blair, Richard Gerver, donde también se hicieron pinitos con este modelo de enseñanza; aunque los principales intentos de ponerlo en práctica fueron en Estados Unidos –con la Ley de George Bush ‘Que ningún niño se quede atrás’-, Australia y Hong Kong.

El fracaso en el experimento norteamericano es sabido, finalmente las escuelas acabaron enseñando para el exámen y bajando el nivel, a fin de puntuar más alto; pero en Australia y Hong Kong la marcha fue diferente. Gerver explica que el problema no es del sistema en sí “sino de los resultados en los que se base”; aunque al determinar las capacidades de los estudiantes de antemano se tiende a “limitar más que a potenciar”. “Australia es un gran ejemplo”, explica el asesor británico, porque su modelo “está fundado en la creencia de que cada niño tiene su potencial y es responsabilidad del sistema encontralo”.

En Hong Kong, sin embargo, “en la última década se han dado cuenta de la necesidad de una mayor inversión en el enfoque creativo para conseguir un desarrollo esconómico sostenible y se han alejado del sistema exclusivamente basado en resultados”, añade; y reconoce que algo parecido ocurre en China, donde por el momento está funcionando “porque el país se encuentran en un periodo de desarrollo industrial, pero empiezan a darse cuenta también de la necesidad del enfoque creativo”. Michael Mangena coincide con Gerver al afirmar que “es un sistema copiado de otros países para un entorno totalmente distinto”. “Sudáfrica, al igual que ocurre en Europa, no es un país que pueda competir industrialmente con Asia y lo que necesita es desarrollar las industrias creativas”, añade el asesor británico.

Ajenos a reformas curriculares, Katleho Leballo, de 21 años, estudia Tecnología del Entretenimiento en la Universidad de Tswane, de Pretoria y sueña con trabajar en el teatro; Jade Jacobs, de 20 años, se forma en Comunicación Contable en la Universidad de Johannesburgo y aspira a ser censor jurado; y Nabeel Bhayat, de 20 años, se gradúa en Marketing, en la misma facultad, y ambiciona “dirigir una gran compañía en el futuro”. Todos ellos, estudiantes hoy, sólo conocieron la educación segregacionista de su país por los libros –hoy iguales para unos y otros- y por lo que les contaron en casa. Con distintos objetivos, coincidieron como voluntarios de FIFA en un Mundial que puso a Sudáfrica en el centro del mundo sólo 18 años después de que el país se reconciliase con el sentido común y aboliese el régimen racista.

El 11 de julio de 2010, un inglés, Howard Webb, árbitro de la final de la Copa del mundo de fútbol acercó sus labios al silbato para dar por concluída la competeción y posiblemente una etapa de la historia del país.Paradójicamente la que fuera metrópoli sudafricana, Holanda, caía derrotada en aquel desenlace. Richard Gerver extrae su propio balance: “la próxima gran idea posiblemente resida en un chaval de un pobre barrio de Soweto; la educación debe dirigirse a ese joven, para que esa idea pueda ser descubierta y por supuesto, realizada”.

Finalizada la competeción, Katleho , Jade y Nabeel continúan tejiendo sus sueños en sus respectivas universidades. Cuentan, que poco a poco el sonido de las vuvuzelas y el tránsito de turistas se difunmina. No es un punto y aparte. A Sudáfrica, todavía le queda, un último partido que jugar.

Los ingredientes de su legado

Apartheid, cuyo significado es “separación” en afrikáans, la lengua criolla neerlandesa; es el nombre con el que se conoce a la etapa de gobierno racista que privó de todo tipo de derechos a la población negra y mulata nativa de Sudáfrica, entre 1948 y 1992.

Educación Bantú fue un modelo de enseñanza, pobre y limitadora que se estableció en 1953 para segregar a la población negra sudafricana con el que su artífice, el que fuera ministro de educación y primer ministro de Sudáfrica entre 1958 y 1966, Hendrik Verwoerd, consideraba un currículo acorde a “la naturaleza y necesidades de los negros”.

Nelson Mandela, el primer presidente de Sudáfrica elegido mediante sufragio universal, en 1994, jugó un papel fundamental en la resistencia contra la Educación Bantú al instar a su pueblo a que “hicieran de cada casa, de cada choza o chabola un centro de aprendizaje”.

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