jueves, 15 de julio de 2010

Sudáfrica, desde los ojos de un guerrero Zulú

John, uno de los azafatos de Ushaka Marine World, con traje de guerrero Zulú


ISABEL GARCÍA-AJOFRÍN


Encontré a John vestido de guerrero Zulú en el Acuario de Durban, con una piel de vaca sobre sus caderas y los hombros, el vientre desnudo y un escudo y una lanza en la mano. Ushaka Marine World , como se llama aquel parque con delfines, tiburones y todo tipo de fauna marina es una de las atracciones de la ciudad, y hace honor con su nombre a uno de los guerreros sudafricanos más importantes.


Esa noche se enfrentaba España a Alemania en semifinales y hablé con John de fútbol pero también de su país. Me interesé por el significado de aquella vestimenta y me explicó que recordaba a los guerrero Zulús que se enfrentaron a los europeos cuando ocuparon sus tierras. Entonces él me preguntó por España y por si era cierto que había hombres que se encerraban en una plaza con un toro y le clavaban espadas en el cuerpo. -"Si, son toreros”-, respondí con una sonrisa, y entonces me pareció mucho más rara mi cultura que la suya, y entendí que las costumbres desde fuera podían verse extrañas.


John tenía 29 años, y trabajaba con aquel disfraz para turistas los fines de semana -algún día más durante el Mundial -, y el resto del tiempo colabora en el negocio familiar, una gasolinera. Esa mañana salió a las dos en punto del medio día –según marcaba su ‘blackberry’-, entonces ya vestido con vaqueros y una camiseta azul, y fue a comer una hamburguesa frente a la playa. Para mí, él era una metáfora de mis experiencias en Sudáfrica.


Estuve allí durante todo el campeonato y regresé ayer, con el alivio de que la Roja había ganado la copa, pero también con una mente más abierta y unas ganas enormes de que todos conociesen la belleza del país.


Más que animales, asfalto


Se trataba del primer Mundial en el continente africano y por ello Coca Cola hizo jugar al fútbol a un niño con un león y que Shakira bailase el Waka Waka. Es extraño porque debo decir que en el mes que estuve en aquel país no vi ningún animal -a excepción de los del Acuario de John.


Al contrario, de Johanesburgo recuerdo los majestuosos jardines del casino, los lujosos hoteles y restaurantes de Mandela Square o las discotecas de Rosebank, con moqueta roja en la entrada, estilosas estufas en la terraza , -si, en Sudáfrica hace frío-, y discjokeys que podrían competir con los mejores del mundo. Ciudad del Cabo es, sin duda, un lugar de ensueño, con la Montaña de Mesa vigilando la urbe mientras sus habitantes bebían una copa de vino en Waterfront -el refinado puerto-, o en Long Street, la arteria principal, plagada de bares y tiendas. Y como no, la ciudad de Durban, con su cálido tiempo todo el año, y sus interminables playas, bañadas por el mar del Índico.


“¿Qué te parece Sudáfrica?” me preguntó un taxista en Johannesburgo cuando regresaba al aeropuerto, y con el que repetí una conversación que ya había mantenido de forma idéntica una decena de veces con otros conductores. “Es un lugar maravilloso”, respondí, ya conociendo lo que añadiría posteriormente. -“A que no tiene nada que ver con lo que leíste en los periódicos antes de venir”-, contestó él. Y asentí con la cabeza.


“¿Y cómo será este lugar cuando termine el Mundial?”, pregunté a John, mientras mordía su hamburguesa, mirando a los chiringuitos, y al mar. –“Ushaka es así todo el año”, me contestó con una sonrisa orgullosa, y me alegré, y pensé que era afortunado de vivir en un sitio como ese.

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